Chapitas de Yero Chuquicaña Saldaña

Cachito había estado rondando al grupo sin que ninguno de sus integrantes lo invitara a unírseles. Desde su llegada, el aire caldeado del puerto y la rutina soñolienta lo habían sumergido en una angustia que su tía, a quien debía respetar como una madre, le había dicho que sanara paseando y haciendo amigos. Todavía no se acostumbraba a la ciudad. Tampoco a la imponente masa de agua que lo vigilaba calle abajo. Desde su llegada, todo lo que conocía era un cuartito en un complejo de edificios de alquiler. Y el callejón de Alto Alianza que terminaba de cara al malecón.
Los días de vacaciones que restaban antes de empezar clases en un colegio diferente, con niños diferentes, parecían interminables. Durante aquellos días lo único que hacía era deambular por los callejones aledaños. Lanzaba piedrecillas en los pocitos del malecón y zumbaba entorpecido bajo el toldo de su tía rodeado de verduras. Igual que una mosca de los contenedores de basura, al final del mercadillo.
Cachito conocía niños que compartían su misma suerte. Durante la mañana y la tarde, acompañaban a sus padres en el toldo entre sacos de papas, zanahorias y cebollas. Balanzas, regateos y la palabra más coreada de aquel sitio: Caserita. Esos niños, se quejaba Cachito, al menos tienen juguetes para quedarse plantados allí. Tras hurgar en la basura, reunió bajo sus pies latas y botellas vacías. Piedras y cajas de madera que, por más que su tierna imaginación pretendía transformar en objetos maravillosos, seguían siendo solo eso: Basura.
Fue así que animado por la autorización de su tía, Cachito se aventuró a explorar nuevos lugares. Pronto las esquinas y callejones se volvieron parte de su morada. El mar se convirtió en un patio hermoso que lo fascinaba y le infundía, al mismo tiempo, un miedo atroz. Solo entonces, comenzó a sentir curiosidad por otros niños.
Los veía corretear muy temprano e irse a casa muy tarde. Aquellos chiquillos habían nacido aquí. Sus padres trabajaban en las cantinas, en los puestos de carne, o vendían ropa en tiendas de verdad. Y, claro, tenían juguetes de verdad. Se dedicó a espiarlos pacientemente mientras esperaba la oportunidad de presentarse. Durante una temporada los niños se dedicaron a lanzar trompos frente a la taquilla del Cine Ilo. No hacían caso a los gritos del Chino boletero que velaba allí apretujado en una banquita. Después se les antojó marchar con sus cometas alrededor del anfiteatro. Tiempo más tarde regresó la moda de las canicas. Los niños del puerto dejaron el tejo y las escondidas por las esferas de colores que llevaban en bolsitas rebosantes.
Pero aquello no duró demasiado. En algunas esquinas comenzaron a reunirse grupos cerrados con la novedad del momento. Cachito descubrió después de un cuidadoso seguimiento que el nuevo juguete era como la moneda. Estaba hecho de plástico y los niños los juntaban en cantidad. Les decían chipi taps, tazos o solo taps.
Entonces la moda se había extendido más de lo normal. El lugar predilecto para lanzar los taps quedaba entre dos colegios, el Becerra y el 974. Los chicos usaban las cercas de concreto que rodeaban las plantas como asientos. Además, por lo empinado del área, varias escalinatas abrían paso hacia la calle superior y se prestaban para cómodos encuentros. Al menos no se van a ningún lado, decían sus madres cuando las niñas, peinando muñecas a sus faldas y tirando jaxes, los delataban.
Fue así que, habiendo resuelto con ingenio el problema de los taps, una tarde Cachito se acercó repleto de valor. Sabía que los niños del mercado Pacocha no se andaban con rodeos. De inmediato fue al asunto y les pidió un juego. El círculo de chiquillos levantó la vista y examinaron sus fachas. Después de todo, su aspecto no fue determinante para una rotunda negativa. En segundos, el que parecía el líder, espetó tres palabras muy directas. Como de negociación de tregua: A ver. Muestra.
Cachito sacó de su bolsillo una pila de fichas que tenía como frente de presentación un desgastado y único tazo. Esta vez, los niños se echaron a reír y volvieron a cerrarse. Llévate tus chapitas lejos, dijeron mientras iniciaban otra partida. Pero, sí, Cachito había pasado algún tiempo recolectando chapas de lata por todo el mercado. Por fuentes de soda, basureros, cantinas. Pasó otro tiempo aplastándolas con una piedra redonda hasta darles la forma ideal. Su montoncito de tazos no había salido de una bolsa de chizitos, pero era cuantiosa para ignorarse.
Insistió ofreciéndose al primero que lo honrara con un duelo. Hasta que pronunció las palabras que cambiaron su condición insalvable: Chanto todo. Alguno levantó la cabeza y la volvió a esconder dentro del círculo. Otro aclaró su garganta. Un par murmuró entre sí. Pero fue el líder quien aceptó la apuesta y ofreció un solo miembro de su torre por toda la de Cachito. Hazlo interesante, rugió el grupito cuando la atención se situó entre la inesperada contienda. El cabecilla reveló un tazo raro, y por ello especial. Uno que, además de ser tridimensional, brillaba como las escamas de pescado. Un bullicio atolondrado comenzó a crecer alrededor de los contendientes. En su lado, Cachito plantó las dieciocho piezas que conformaban su reserva. Las puso boca abajo sobre el piso que, previamente, alguien del grupo había limpiado con la manga de su chompa. Consideraron la parte impresa con la marca de la chapa, el sello; y la inversa, la cara. El contrincante hizo lo mismo en su lado.
Nada más un tiro. Estaba prohibido jalar y chancar. Ningún toque con los dedos que comprometiera el objetivo de voltearlas cara arriba. Solo golpes limpios. El líder del círculo, por cuenta propia, se concedió el primer tiro. Elevó sobre su cabeza el tazo ideal para ejecutar la tarea, el cual había forrado con cinta scotch, y lo soltó. El disco de plástico impactó contra la torre de chapitas aplanadas. Trece de ellas se dieron vuelta. Y trece de ellas se sumaron a su arca.
Cuando llegó su turno, Cachito escogió el tazo desgastado que se había salvado en el anterior asalto para efectuar su ataque. Sabía que levantar la mano como si fuera a golpear a alguien, no era el «truco». Hacía falta un golpe preciso. Así fue. El tazo de su contrincante se reveló a su favor, brillante, después del golpe. Pero incluso antes de que pudiera reclamar su premio, el grupito se lo impidió arguyendo que sus dedos habían tocado el piso. Era necesaria una repetición. Cachito volvió a lanzar y el chipi taps sonrió para él de nuevo. Los chiquillos, sin embargo, inventaron otra falta negándole la victoria. Sin trampas, decían, o te largas. Por supuesto, el juego de Cachito era limpio. Con esa misma puntería, consiguió darle vuelta por tercera vez. Pero tan pronto su contrincante notó que la derrota era firme, quitó su tazo especial del piso. Agarró las chapitas que quedaban en el suelo y huyó con el grupo calle abajo. Cachito corrió pensando que el juego se trasladaba a otra parte.
La persecución cruzó la calle y descendió por el mercadillo. Desde los toldos de fruta hasta los puestos de verduras donde terminaba Alto de la Alianza. Luego rodearon los contenedores de basura para detenerse en el malecón, junto a la playa de piedrecillas. Los niños aventaron las chapitas al mar riendo a carcajadas. Luego doblaron la calle soltando insultos que se mezclaban con gritos salvajes y retorcidos. Unos segundos después, Cachito se desplomó exhausto en la acera que dividía el malecón de la playita. No pensaba en cómo recuperaría sus chapitas. Ni siquiera miraba el mar que le causaba pavor. Ni siquiera le interesaba ganar. Ganarles a ellos no servía. Que lo dejaran andar con el grupito, de mirón aunque sea, habría sido suficiente. Habría sido todo.
(Yero Chuquicaña Saldaña)